jueves, 4 de octubre de 2012

La ciencia del ser humano (1)


8 - LA CIENCIA DEL SER HUMANO (1)

Secretos de la oración y de la sanación

En el siglo IV, nuestra relación con las fuerzas sutiles del mundo que nos rodea, así como con las que están en nuestro interior, empezaron a cambiar. Cuando las palabras que confirmaban estas relaciones fueron eliminadas de los textos donde se habían conservado, empezamos a vemos como observadores, a contemplar pasivamente las maravillas de la naturaleza y el funcionamiento de nuestro cuerpo. Las tradiciones como las de los esenios y los amerindios sugieren que nuestra relación con el mundo trasciende el papel del observador, recordándonos que formamos parte de todo lo que vemos. En un mundo con semejante interconexión es imposible observar pasivamente cómo cae una hoja de un árbol o corre una hormiga por el suelo. El propio acto de observar nos coloca en el papel de participantes.

El físico Niels Bohr formuló, a finales de la década de 1920, una teoría que insinuaba esta relación, y describió una visión similar en términos modernos. Se había observado que, en el plano atómico, la materia a veces se comportaba de forma extraña, en contradicción con la teoría aceptada. En forma simplificada, la teoría de Bohr, conocida como la Visión de Copenhague, postulaba que el observador de cualquier acontecimiento pasa a formar parte del mismo tan sólo por el acto de observar.

En el diminuto mundo de los átomos, la observación adquiere mayor importancia cuando «los objetos del tamaño del átomo son perturbados por cualquier intento de observarlos».' Según esta línea de pensamiento, es evidente que la ciencia moderna está buscando un lenguaje para describir la relación de unidad que los esenios utilizaron como base en sus oraciones.

Vernos como independientes del mundo que nos rodea ha precipitado un sentido de separación, una actitud de «aquí dentro» frente a un «allá fuera». Desde nuestra infancia, empezamos a creer que el mundo «sencillamente sucede». Algunas veces ocurren cosas buenas, otras no tanto. Parece que el mundo suceda a nuestro alrededor, en ocasiones sin razón aparente.

Al prepararnos para los imponderables de la vida, pasamos gran parte de nuestro tiempo ideando estrategias para sobrevivir e ir sorteando los retos que se interponen en nuestro camino. Las nuevas investigaciones sobre la relación entre el poder de nuestros sentimientos y la química de nuestros cuerpos nos hacen pensar que las implicaciones de ese punto de vista de «nosotros» y «ellos» tienen un alcance mucho mayor, y a veces, inesperado.

Por ejemplo, la ciencia ha demostrado que sentimientos específicos producen una química previsible en el cuerpo que corresponde a ese sentimiento en particular. A medida que cambiamos nuestros sentimientos, cambiamos nuestra química. Literalmente tenemos lo que puede contemplarse como «química del odio», «química de la ira», «química del amor» y así sucesivamente. Las expresiones biológicas de la emoción se manifiestan en el cuerpo como los niveles hormonales, de anticuerpos y enzimas que están presentes en nuestro estado de bienestar.

La química del amor, por ejemplo, afirma la vida reforzando el sistema inmunitario y las funciones reguladoras de nuestro cuerpo. A la inversa, la ira, que a veces dirigimos hacia dentro en forma de culpa, puede manifestarse como una respuesta de inmunodeficiencia.

En el verano de 1995, Glen Rein, Mike Atkinson y Rollin McCraty publicaron un ensayo en el Journal of Advancement in Medicine. Con el título de «The Physiological y Psychological Effects of Compassion and Anger», se centraba en el estudio de la inmunoglobulina A salival (S-IgA), un anticuerpo que se encuentra en la mucosidad de los tractos respiratorios superiores, gastrointestinales y urinarios, y que los defiende de las infecciones. En esencia, el ensayo decía que,

«Los niveles altos de S-IgA se asocian con un descenso de la incidencia de enfermedades infecciosas en las vías respiratorias superiores».

El resumen final del ensayo concluía diciendo que «la ira producía un significativo aumento en el nivel general de trastorno de los estados de ánimo y del ritmo cardíaco, pero no en los niveles de S-IgA. Por otra parte, las emociones positivas, producían un significativo aumento en los niveles de S-IgA. Al examinar los efectos en un periodo de seis horas, observamos que la ira, por el contrario, producía una significativa inhibición del S-IgA desde la primera hora hasta cinco horas después de la experiencia emocional 3. Otros estudios señalan las cualidades específicas de las emociones como un poderoso factor en la hipertensión, la insuficiencia cardiaca congestiva y la insuficiencia de las arterias coronarias.

Vivir como si el mundo «exterior» fuera algo separado de nosotros abre la puerta a un sistema de creencias de juicio y a las expresiones químicas de esos juicios en nuestro cuerpo. Por ende, tendemos a ver nuestro mundo en forma de «buenos gérmenes» y «malos gérmenes», y usamos palabras como «toxinas» y «desechos» para describir los subproductos de las propias funciones que nos dan la vida. Es en este mundo donde nuestros cuerpos se pueden convertir en una zona de conflicto para las fuerzas que están en oposición entre ellas, creando campos de batalla biológicos que se manifiestan como enfermedades.

La perspectiva holista de los esenios, por otra parte, ve todas las facetas de nuestros cuerpos como elementos de una fuerza sagrada y divina que se mueve a través de la creación. Cada una es una expresión de Dios. En un mundo donde todo lo que sabemos y experimentamos surge de una sola fuente, bacterias, gérmenes y los subproductos de nuestro cuerpo trabajan juntos para dotar a nuestro cuerpo de fuerza y vida. Esta visión nos invita a redefinir las lágrimas, el sudor, la sangre y los productos de la digestión que denominamos «desechos», como elementos sagrados de la tierra que están a nuestro servicio, en lugar de considerarlos subproductos aborrecibles que se han de eliminar, desechar y destruir.

¿POR QUÉ ORAR?

La voz procedía de algún lugar del fondo de la habitación. Mis ojos se dirigieron hacia la izquierda, buscando en todas las filas para localizar de dónde había surgido la pregunta. Desde el escenario al final del salón de baile, miré a los participantes del seminario de tres días. Siempre he considerado un honor y un signo de confianza la oportunidad de hablar en público. Un aspecto importante para honrar a todos los públicos es responder a las preguntas que siempre surgen después de haber tratado cualquier tema importante. Miré las caras que se centraban en mí.

Una deslumbrante hilera de luces iluminaba las primeras filas desde el techo. Cuando miré al fondo de la sala, cada fila iba quedando más en la penumbra, hasta fundirse en una oscuridad que llegaba hasta las paredes que no podía ver. El único signo visible a través de la sala era el verde resplandor de las señales de salida que estaban encima de las puertas.

-¿Quién ha hecho la pregunta?

Dirigido por los gestos que hacían los participantes señalando hacia la izquierda, salí del escenario y caminé por el pasillo con la esperanza de entablar contacto visual con la persona. Un asistente de sala que llevaba un micrófono se reunió conmigo en el pasillo a la altura de la fila hacia donde señalaban los dedos.

-Estoy aquí -exclamó una frágil voz.

-Bien -dije yo-. Ahora puedo verte. ¿Cómo te llamas?

-Evelyn -susurró tímidamente por el micrófono la vocecita-. Me llamo Evelyn.
-Evelyn, ¿podrías repetir la pregunta, por favor? -le pedí.

-Por supuesto -respondió ella-.

Simplemente preguntaba «por qué rezar». ¿Qué hay de bueno en eso, realmente?

Escuché la pregunta que planteaba Evelyn. Percibía una inocencia subyacente a la pregunta, mientras mi mente escuchaba las palabras. En mis círculos de amistades y en mis conversaciones, el papel de la oración y su importancia eran temas habituales. En las conferencias a larga distancia y en las vigilias a nivel mundial coordinadas por Internet, hablábamos de las aplicaciones, de los orígenes y de las técnicas de la oración. Con frecuencia nuestras conversaciones iban dirigidas a aspectos específicos de acontecimientos globales que tenían lugar en ese momento. Sin embargo, que yo recuerde nunca habíamos hablado del propósito de la oración. En realidad, no. Evelyn estaba haciendo bien su trabajo. Al hacer su pregunta, me estaba invitando a que respondiera desde lo más profundo de mi ser a una cuestión que nunca me habían planteado.

Era uno de esos momentos que tienen lugar muy pocas veces. De algún modo su pregunta se abría camino entre los centinelas de la lógica y del razonamiento, para abordar la realidad del momento. No tenía muy claro lo que iba a decir. Abrí la boca para responder a la pregunta de Evelyn, con confianza absoluta en el proceso que se estaba desarrollando entre nosotros. Una a una, las palabras fueron saliendo de mi boca, en el preciso instante en que se iban formando. Aunque no estaba especialmente sorprendido, sentía admiración por el proceso, por la facilidad con la que fluía cada palabra y por lo conciso de mi respuesta.

-La oración -empecé- es para nosotros como el agua para una semilla.

¡Eso fue todo! Mi respuesta era completa. El silencio inundó la habitación. Los participantes y yo hicimos una pausa para reflexionar sobre el poder de esas once palabras. Pensé en lo que había dicho. La semilla de una planta es completa en sí misma. Bajo las circunstancias apropiadas, la semilla puede conservarse durante siglos de ese modo, con una rígida capa que la protege de otras posibilidades. Sólo con el agua, la semilla alcanzará su mayor expresión de vida.

Nosotros somos como semillas. Venimos a este mundo completos, con la semilla de poder ser algo aún más grande. Nuestro tiempo en común, en presencia de los cambios de la vida, despierta en nuestro interior las posibilidades superiores del amor y la compasión. Con la oración florecemos para completar nuestro potencial.

Evelyn esbozó una sonrisa en su rostro. Sentí que ella ya conocía la respuesta que tan hábilmente me había sonsacado. Era como si supiera que los demás participantes se iban a beneficiar de escuchar las palabras que, aparentemente, yo no habría dicho ese día. A principios del siglo XX, el profeta y poeta Kahlil Gibran afirmó que el trabajo que hacemos en la vida es nuestro amor hecho visible. Con su valor para ponerse en pie en una sala con varios cientos de personas, la mayoría desconocidas para ella y hablar tímidamente por el micro, Evelyn me sacó una respuesta que fue útil para todos en aquel momento. Desde ese día, esa misma respuesta me ha servido para muchas otras personas en otras ciudades. Evelyn y yo hicimos bien nuestro trabajo en común, nuestro amor hecho visible.

MÁS ALLÁ DE LAS PALABRAS

Recuerdo que cuando era niño había rezado mucho. Repetía mis oraciones tal como me las habían enseñado, a la hora de comer, de dormir, durante las vacaciones y en ocasiones especiales. Durante esos momentos de oración daba gracias por las cosas buenas de mi vida y pedía reverentemente a Dios que cambiara las situaciones que me herían o que causaban sufrimiento a los demás. Con frecuencia mis oraciones eran para los animales.

Siempre me había sentido especialmente cerca del reino animal, y me tomaba la libertad de compartir nuestro hogar con los animales salvajes que encontraba en los bosques de los alrededores de nuestra casa al norte de Missouri. Al no dejármelos tener dentro, mis amigos animales solían competir por el espacio en la furgoneta de la familia que teníamos en nuestro pequeño garaje. En cualquier momento, podía haber una representación de casi todo tipo de animal en la reserva del garaje, una parte de nuestra casa que mi madre llegó a llamar el «zoo».

Recuerdo sentir que nuestro hogar era una especie de refugio, un techo para los residentes hasta que estos pudieran volar, correr, nadar o regresar a su entorno natural. A veces los animales estaban enfermos o heridos. Los encontraba en el bosque abandonados con los huesos rotos, el pico destrozado o sin alguna extremidad, teniéndose que valer por sí mismos. Al mirar atrás, ahora me doy cuenta de que algunos de mis huéspedes sencillamente eran demasiado torpes para escapar de mi bienintencionado «rescate».

Al vivir en hábitats hechos a medida -recipientes individuales, jarras de cristal y bañeras adaptadas-, cada animal tenía su propia etiqueta, en la que identificaba meticulosamente la especie, el lugar donde lo había encontrado y sus alimentos favoritos. Al tratar de comprender por qué algunos animales eran abandonados por los de su propia especie, amigos y parientes, recordaba que esa era la «ley de la naturaleza». Recuerdo que pensaba:

«¿Y si ayudara un poco a las leyes de la naturaleza? ¿Y si lo único que necesitan estos animales es estar unos cuantos días en un lugar seguro y bien alimentados para curarse de sus heridas?».

Mi razonamiento era que, tras un breve período de recuperación, los animales podrían regresar a su vida salvaje para afrontar cualquier cosa que la vida les reservase. Si vivían un día o muchos más, me traía sin cuidado. Lo que me importaba era que el animal dejara de sufrir. Incluso aunque ese animal se convirtiera en la comida de otro al día siguiente, mientras tanto estaría fuerte, sano y sin dolor.

Rezaba por los animales cada noche. Unas veces mis oraciones funcionaban, otras no. Nunca comprendí por qué. Si Dios estaba en todas partes, escuchando, ¿por que dudaba en responder? Si podía escuchar todas mis plegarias y responder a algunas de ellas algunas veces, ¿por qué no hacía lo mismo en otro momento con otro animal? No comprendía esa incoherencia.

A medida que me fui haciendo mayor seguí rezando. Aunque pensaba que ya lo hacía como un adulto, los temas de mis oraciones en realidad no habían cambiado. Todavía hablaba con «los poderes que son» en nombre de los animales de mi vida. Tanto para aquellos que corrían libremente como para aquellos que yacían aplastados al borde de la carretera, pedía bendiciones para que tuvieran viajes seguros y paz en su otra vida.

Aunque siempre había rezado también por las personas, durante esta época mis oraciones por los demás se extendieron más allá del círculo de mis parientes y amigos. Además de rezar por mi familia, amigos y seres queridos, también dirigía mis oraciones a personas a las que no conocía. Las conocía sólo como rostros anónimos que aparecían en la pantalla del televisor en blanco y negro que teníamos en la sala de estar, o que me miraban desde las páginas de las revistas Look y Life. Cuando rezaba por la vida de los animales y de las personas, también lo hacía para remediar la causa de su sufrimiento en este mundo.

Al final, mis sentimientos sobre la oración empezaron a cambiar. Concretamente, fueron los sentimientos que tenía mientras oraba los que cambiaron. Tenía la sensación de que faltaba algo. Aunque el sagrado momento era reconfortante hasta cierto punto, siempre sentía que tenía que haber algo más. Con frecuencia notaba una sensación de reproche en mi interior, un antiguo sentimiento de que la oración que acababa de repetir en ese momento era sólo el principio de algo más grande. Sentía que había un momento en que las personas nos acercábamos entre nosotras, y que también estábamos más próximas a las fuerzas invisibles de nuestro mundo. Al no haber religión ni ritual, intuía que la oración en sí misma era la clave de esa proximidad. Sabía que en alguna parte, entre las neblinas de nuestra antigua memoria colectiva, debía haber algo más respecto al lenguaje silencioso que nos permite entrar en comunión con las fuerzas sutiles de este mundo y del más allá.

A principios de los noventa, tuve el primer indicio de por qué sentía que mis oraciones eran incompletas. La pista se presentó un día inesperadamente; mientras hojeaba una copia de un texto antiguo que me había dado un amigo. Lo que distinguía a este documento de obras similares era que el traductor había recurrido al lenguaje original de los autores para sus referencias, en lugar de utilizar las palabras de otros eruditos, posiblemente distorsionadas con el tiempo. Allí, en las nuevas traducciones de los manuscritos arameos originales, se encontraban los detalles de cómo unir los tres componentes de la oración en una fuerza poderosa que guiara nuestras vidas.

El texto que mi amigo me había dejado era una recopilación de un conocido erudito sobre estudios del mundo antiguo, Edmond Bordeaux Szekely, el nieto de Alexandre Szekely, que había recopilado la primera gramática tibetana hacía más de 150 años. Las traducciones de Szekely hechas a partir de la versión aramea original de los Evangelios, ilustraban el rico lenguaje de las oraciones e historias narradas por Jesús y sus discípulos. Todavía me maravillo de la claridad que tales traducciones continúan proporcionando sobre las enseñanzas y la ciencia de la oración. Si se revisa este trabajo desde la perspectiva de la física cuántica, vemos sutilezas que se han perdido en otras traducciones hechas posteriormente.

Según la visión de los autores arameos, por ejemplo, la forma en que se desarrollan en nuestra vida una serie de acontecimientos es sólo una cuestión de enfoque. Tanto si pensamos en la historia global como en nuestra sanación personal, los antiguos eruditos nos recuerdan que todas las posibilidades ya han sido creadas y que están presentes. En lugar de forzar soluciones para las cosas que nos suceden en la vida, se nos invita a elegir con qué posibilidad identificarnos y vivir como si ya hubiera sucedido.

Esto no quiere decir que impongamos nuestra «voluntad» sobre los demás en la forma de la oración. Lo que proporciona la sutil diferencia es más bien nuestra predisposición a aceptar cualquier posibilidad sin prejuzgarla, conscientes de que podemos atraer o repeler cualquiera de ellas mediante las elecciones que hacemos en nuestra vida. Elegir un resultado a través de la oración no garantiza que este sucederá; nuestra oración sencillamente invita a esa posibilidad. Ahora la pregunta es: ¿cómo podemos atraer resultados concretos a nuestro presente mediante la oración?

CUANDO TRES SE CONVIERTE EN UNO

Por sus escritos sabemos que los antiguos esenios creían que nos comunicábamos con nuestro mundo a través de nuestras percepciones y sentidos. Cada pensamiento, sentimiento, emoción, respiración, nutriente, movimiento o la combinación de cualquiera de ellos, era considerado como una expresión de la oración. Según la visión de los esenios, según sentimos, percibimos y nos expresamos durante el día, estamos orando constantemente.

Mediante el don de la poesía y las metáforas de su tiempo, los textos esenios nos recuerdan que nuestro cuerpo, corazón (sentimientos) y mente trabajan juntos, casi de la misma manera que un carro, el caballo y el conductor.' Aunque considerados de forma independiente, los tres trabajan mano a mano para proporcionarnos nuestras experiencias en la vida. En esta analogía, el carro es nuestro cuerpo y el conductor nuestra mente. El caballo representa los sentimientos de nuestro corazón, el poder que conduce al caballo y al conductor por la senda de la vida. Gracias a la fuerza de nuestro cuerpo físico, la experiencia de la sabiduría de nuestro corazón y la pureza de nuestras intenciones son las que determinan la cualidad que dominará en nuestra vida.

Si la oración es en realidad el lenguaje olvidado a través del cual escogemos las posibilidades y los resultados que queremos conseguir en nuestra vida, en un sentido muy real cada momento de nuestra existencia puede ser considerado como una oración. En cada instante de nuestro estado de vigilia o de sueño, si estamos pensando, sintiendo y teniendo emociones, estamos contribuyendo a las situaciones que se producen en el mundo. La clave es que unas veces nuestras contribuciones son directas e intencionadas, mientras que otras podemos estar participando indirectamente, sin ni siquiera ser conscientes de nuestra contribución.

Este último tipo de experiencia puede ser el que describan las personas que sienten que la vida «les sucede». Las personas que tienen esta experiencia suelen sentir que son «espectadores» que simplemente observan los procesos de la vida que tienen lugar a su alrededor entre sus amigos, familiares y seres queridos, incluso en la propia Tierra. Los sentimientos de esta experiencia varían desde la admiración y asombro por el nacimiento de un bebé hasta una sensación de impotencia ante la trágica pérdida de las vidas humanas en tiempos de guerra o por desastres naturales. La crisis de Kosovo de 1999, o la indignación por la matanza en una escuela pública, son ejemplos de tales momentos de impotencia.

Los textos recientemente traducidos, algunos de los cuales tienen más de dos mil años, nos ofrecen otra forma de participar activamente para «hacer algo» durante este tipo de situaciones de la vida. Al reconocer la eficacia del poder silencioso de la oración, los antepasados describen un método de oración conocido en la actualidad como oración activa. Cuando estos componentes de la oración se fusionan en uno solo, se nos presenta un puente para comunicarnos con el lenguaje de la creación. Gracias a este puente podemos elegir el resultado de una situación entre una serie de posibilidades.

Quinientos años antes del nacimiento de Jesús, los maestros esenios nos invitaron a concentrar el poder de los elementos individuales de la oración -pensamiento, sentimiento y emoción, que experimentamos como mente, corazón y cuerpo- en un solo resultado. La clave del dominio de esta técnica se encuentra en un solo pasaje:

«Siete son los senderos que cruzan el Huerto Infinito, y cada uno deberá transitarse con el cuerpo, el corazón y la mente como uno...».5

Es esta fuerza unificada del lenguaje celestial, que se manifiesta en nuestro cuerpo, la que llena de vida nuestras oraciones y nos asegura que «cualquiera que dijere a este monte: quítate de ahí y échate al mar, no vacilando en su corazón, sino creyendo que cuanto dijere se ha de hacer, así se hará» (Mc 11,23).

Piensa en los efectos de la oración con la ayuda de un sencillo modelo. Hace más de cincuenta años, en 1947, el doctor Hans Jenny desarrolló una nueva ciencia para investigar la relación entre la vibración y la forma.' Mediante estudios bien documentados, el doctor Jenny demostró que la vibración producía geometría. Es decir, al crear una vibración en un material que podemos ver, la forma de la vibración se hace visible en ese medio. Cuando cambiamos la vibración, cambiamos la forma. Cuando regresamos a la vibración inicial, vuelve a aparecer la forma inicial. A través de una serie de experimentos realizados con distintas substancias, el doctor Jenny produjo una sorprendente variedad de dibujos geométricos, desde algunos muy complejos hasta otros muy simples, en materiales como agua; aceite, grafito y azufre en polvo. Cada dibujo era sencillamente la forma visible de una fuerza invisible.

La importancia de estos experimentos es que con ellos el doctor Jenny probó, sin lugar a duda, que la vibración crea una forma previsible en la substancia en la que es proyectada. Pensamiento, sentimiento y emoción son vibraciones. Al igual que las vibraciones en los experimentos del doctor Jenny, las vibraciones del pensamiento, del sentimiento y de la emoción crean un trastorno sobre la materia en la que son proyectados. En lugar de agua, azufre y grafito, proyectamos nuestras vibraciones sobre la refinada substancia de la conciencia. Cada una tiene un efecto.

En el capítulo vii hablamos de que la ciencia nos insinúa que nuestro futuro puede que ya exista en forma latente en el caldo de la creación como una de entre muchas «posibilidades». A medida que cada día elegimos cosas nuevas en nuestra vida, vamos despertando otras posibilidades y ajustamos el resultado final. Esta visión implica que cada vez que pedimos algo en la oración, existe la posibilidad de que nuestra petición ya esté en curso.

Si esta visión del mundo es correcta, entonces en el zoo del garaje de mi infancia, por ejemplo, cada pico roto, miembro sesgado y hueso fracturado era uno de los posibles resultados para ese momento. En ese mismo instante, también existía otra situación en que cada uno de esos animales a mi cargo ya estaba sanado. Las dos situaciones ya existían. Cada posibilidad era real.

La clave para elegir un resultado entre los muchos posibles reside en nuestra habilidad para sentir que nuestra elección ya está sucediendo. Vista la anterior definición de la oración de otro modo, como «sentimiento», se nos invita a hallar la cualidad del pensamiento y de la emoción que produce ese sentimiento: vivir como si el fruto de nuestra plegaria ya estuviera en camino.

Sentimiento-Emoción-Pensamiento
Figura 1.

Pensamiento, sentimiento y emoción como patrones no alineados.

Al no haber unión, pueden perder su enfoque.

¿Como podemos beneficiamos del efecto de nuestro pensamiento y emoción, Si cada patrón se mueve en una dirección distinta?

Si, por otra parte, los patrones de nuestra oración se centran en la unión,

¿Cómo puede el «material» de la creación no responder a nuestra plegaria?

Cuando pensamiento, sentimiento y emoción no están alineados, cada uno puede ser considerado como una fase distinta de la otra. Aunque existan pequeñas zonas comunes, la mayor parte del patrón no está centrado, y trabaja en direcciones distintas, independiente del resto. El resultado es una dispersión de la energía.

Por ejemplo, si pensamos: «Elijo a la pareja perfecta de mi vida», se libera un patrón de energía que expresa ese pensamiento. Cualquier sentimiento o emoción que no esté sincronizado con nuestro pensamiento no podrá infundir fuerza a nuestra elección de encontrar una pareja perfecta. Si nuestros patrones no están alineados debido a sentimientos de que no somos merecedores de tener una pareja así de perfecta o por emociones de miedo, estos pueden truncar que se materialice nuestra elección. En este estado no alineado puede que nos encontremos preguntándonos por qué nuestras afirmaciones y oraciones no han funcionado.

Pensamiento
Figura 2.

El pensamiento no está alineado con el sentimiento y la emoción.

Esta situación puede hacer que nuestra oración se disperse y no surta efecto.

Mediante estos sencillos ejemplos, vemos claramente por qué la oración puede aportar el mayor de los cambios cuando sus elementos están centrados y alineados entre sí.

Sin usar la palabra oración, y sin duda de un modo menos técnico, la idea de unificar el pensamiento, la emoción, el sentimiento y vivir desde el lugar del deseo que se aloja en nuestro corazón ya fue presentada a principios del siglo XX, pero con un lenguaje muy distinto. El trabajo de Neville, que afirma el quinto modo de oración y da por hecho que nuestra plegaria ya se está produciendo, nos lo expone de este modo:

«Te has de abandonar mentalmente a tu deseo que se ha cumplido gracias a tu amor por ese estado, y al hacerlo, vive en el nuevo estado y abandona el antiguo».'

Las descripciones de Neville sobre nuestra habilidad para cambiar los resultados y escoger posibilidades nuevas en la vida, aunque eficaces puede que no tuvieran mucho sentido para las personas de principios del siglo XX. Al igual que ha sucedido con muchos pensadores cuyas ideas se adelantaban a su tiempo, poco se supo de la obra de Neville hasta después de su muerte en 1972.

Visiones como esta nos permiten contemplar la oración como un lenguaje y una filosofía que une el mundo de la ciencia y del espíritu. Al igual que otras filosofías utilizan modos de expresión únicos y vocabularios especializados, la oración tiene un vocabulario propio en el lenguaje silencioso del sentimiento. A veces una idea que tiene sentido para nosotros en un lenguaje, en otro con el que no estemos familiarizados tiene muy poco. Sin embargo, el lenguaje existe.

La filosofía de la paz, por ejemplo, se puede expresar a través de lenguajes tan diversos como el de la física o el de la política, así como el de la oración.

Figura 3.

«...Cualquiera que dijere a este monte: quítate de ahí y échate al mar, No vacilando en su corazón sino creyendo que cuanto dijere se ha de hacer, así se hará» (Marcos 11,23).

La clave para que la oración sea eficaz es la unión del pensamiento, del sentimiento y de la emoción.

Por ejemplo, la paz suprema según la física puede ser descrita como la ausencia de movimiento en un sistema. En ese lenguaje, cuando la frecuencia, la velocidad y la longitud de onda llegan a cero, el sistema está en reposo y tenemos paz. En la política, la paz se puede interpretar como el fin de la agresión o la ausencia de guerra. Nuestras oraciones pueden ser pensadas del mismo modo.

Mediante el lenguaje de la oración, la paz puede ser descrita en forma de ecuación, como lo que acerca la oración a nuestra ciencia en la que muchos se han atrevido a creer. En lugar de ecuaciones de números y variables, la lógica, el sentimiento y la emoción se convierten en los componentes de la ecuación de la oración. Con la forma de una prueba matemática estándar -si esto y esto es así, entonces presenciamos tal y tal resultado-, la ecuación de la oración activa se puede contemplar del siguiente modo:

Si,

Pensamiento = emoción = sentimiento

Entonces,

El mundo refleja el efecto de nuestra oración.

Con esta unión las fuerzas de nuestra tecnología interior se pueden concentrar y aplicar en el mundo exterior. Cuando alineamos los componentes de la oración, estamos hablando el lenguaje silencioso de la creación: el lenguaje que mueve el monte, acaba con las guerras y disuelve los tumores.

La belleza de la oración radica en que no es necesario saber exactamente cómo funciona para beneficiamos de sus milagrosos efectos. En esta tecnología universal, sencillamente se nos invita a experimentar, sentir y reconocer lo que nuestros sentimientos nos están comunicando. Nuestras oraciones cobran vida cuando enfocamos el sentimiento de anhelo que reside en nuestro corazón, en lugar de enfocar el pensamiento que gobierna el mundo de la razón.