6 - ENCUENTRO CON EL ABAD
Los
esenios en el Tíbet
En
mis estudios de las tradiciones esotéricas del Perú, Tíbet, Egipto, Tierra
Santa y del suroeste de América del Norte, destaca un tema que es fascinante y
curioso a la vez. Las profecías de cada una de estas culturas parecen
maleables, como arcilla tierna en las manos de un escultor. Al igual que la
forma final de la arcilla de un escultor viene determinada por el gusto y el
movimiento del artista, el tema de estas antiguas tradiciones da a entender que
somos nosotros los que estamos dando forma al fruto y al destino final de la
humanidad en cada momento de nuestras vidas.
Curiosamente,
he descubierto algunas de las referencias más claras a estas tradiciones en
documentos de Oriente Próximo, concretamente en los rollos de Qumrán de la zona
del mar Muerto. Las referencias hablan de un linaje de sabiduría tan antiguo
que ya era viejo en los tiempos del Egipto clásico, hace más de tres mil años.
Siempre he pensado que si existía semejante información, qué mejor lugar para
guardarla que en los remotos retiros espirituales de una tierra a la que
todavía no ha llegado la tecnología moderna.
Seria
en un lugar así donde las tradiciones perdidas en Occidente hace mucho tiempo
puede que todavía se conservaran en la forma de los rituales cotidianos de sus
habitantes. Aislados del mundo exterior hasta 1980, los apartados monasterios
de la meseta tibetana parecían proporcionar justamente ese entorno.
En
el mes de abril de 1998, tuve el privilegio de organizar una peregrinación a
las altas montañas del Tíbet en busca de tales tradiciones. Irónicamente, no
fue hasta que regresé del viaje que mi sospecha fue confirmada por escrito. Al
cabo de unos días de haber llegado a casa en Estados Unidos, recibí un
manuscrito de los nazireos, una secta de los antiguos esenios, que había
sido traducido recientemente. Este texto decía que los recipientes de
información, al igual que antiguas cápsulas del tiempo, habían sido estratégicamente
escondidos por los esenios durante el siglo I, a fin de conservar su sabiduría
para las generaciones futuras. Entre los lugares que se mencionaban claramente
como depositarios de tales textos se encontraban los remotos monasterios y
conventos de monjes y de monjas tibetanos.
Con
la ayuda de un experto en culturas asiáticas que conocí en Inglaterra hace
cuatro años, nuestro grupo fue hábilmente conducido por el paisaje tibetano
hasta adentrarse en los pueblos aislados, los monasterios ocultos y los templos
de cientos de años de antigüedad. Durante veintiún días estuvimos inmersos en
la presencia del pueblo tibetano, en el halo sagrado que envuelve sus vidas y
en la abrupta magnificencia de su tierra. Cruzamos ríos poco profundos sobre
balsas de madera, recorrimos caminos desgastados y experimentamos la euforia de
los pasos de montaña a más de 5.000 metros de altitud por encima del nivel del
mar. Durante dos tercios del camino incluso tuvimos que abandonar la seguridad
de nuestro autocar y trasladamos a un camión de fruta abierto que nos esperaba
al otro lado de un corrimiento de tierra de unos cuatro pisos de altura.
Casi
un tercio del viaje transcurrió a través de la zona montañosa de la meseta, por
los pueblos, conventos y monasterios remotos que rara vez han visto personas de
fuera de Asia, donde la gente vive como hace cientos de años, respetando las
tradiciones de sus antepasados. Cada vez que entrábamos en el patio de un
complejo de templos, era como si hubiéramos penetrado en una imagen congelada
hace siglos de las tradiciones tibetanas. A cada paso de nuestro viaje éramos
acogidos con una apertura y calidez que excedía todo lo imaginable en el
entorno de la extraña belleza que impregnaba esa desolación. El propósito de
nuestra peregrinación era presenciar, experimentar y aportar pruebas de
ejemplos vivos de una tecnología interna que sospecho que se perdió en
Occidente hace casi dos mil años. Hoy en día conocemos fragmentos de esta
ciencia denominada tecnología interna de la oración.
BENDECIDOS
POR EL ABAD
Un
rayo de luz asomaba por algún lugar situado bastante por encima del suelo del
templo. Este rayo único tenía una curiosa cualidad tridimensional, como si
pudiera rodearlo con mis manos y trepar hasta su fuente. El rayo cortaba con
precisión el frío y húmedo aire, denso por el humo de las innumerables lámparas
de manteca y por el incienso. Giré la cabeza para ver de dónde procedía la luz.
Seguí el rayo desde el punto donde contactaba con el resbaladizo y oleoso suelo
hasta su fuente, y pude ver una apertura bastante por encima de nuestras
cabezas.
A través
de una pequeña ventana cuadrada podía vislumbrar el cielo tibetano de un color
azul intenso. Salvo por la pequeña linterna que había sacado de mi mochila,
este rayo del sol directo de la mañana era la única luz en el laberinto de
intrincados pasillos y corredores sin salida. Me grabé mentalmente la apertura
que había por encima de mi cabeza. Esta sería mi referencia con el exterior en
caso de que no hubiera otros corredores que condujeran hacia el lugar de donde
veníamos.
Mi
esposa y yo habíamos cruzado con un grupo de veinte personas el escarpado
territorio de la zona montañosa tibetana, sorteado caminos de piedra y tierra
por los que escasamente pasaba un todoterreno, hasta llegar a este lugar.
Durante años de investigación personal sobre las tradiciones antiguas he
observado que éstas hacían alusión a un linaje de sabiduría olvidada en las
sociedades occidentales. Las enseñanzas de las escuelas de misterio, órdenes
sagradas y sectas esotéricas perdidas después de los tiempos de Cristo,
señalaban un linaje común de sabiduría olvidada aproximadamente hace mil
setecientos años. Quizá la evidencia más clara de estas tradiciones se
encuentre hoy en día en el legado de las misteriosas comunidades descritas en
los primeros capítulos, los antiguos esenios.
Las
constantes referencias a los esenios terminaron por conducirme a una serie de
viajes en busca de pruebas directas y tangibles de sus enseñanzas y de su
importancia en nuestro mundo actual. A mediados de los ochenta estuve en los
desiertos de Egipto, hice senderismo por los altos Andes peruanos y bolivianos
y pasé numerosas estancias en los desiertos del sudoeste de América del Norte
en busca de pruebas actuales de su sabiduría perdida. Mi lógica era que una
enseñanza tan universal tenía que haber dejado más de un texto o manuscrito
aislado, al estilo de los manuscritos del mar Muerto. Por significativos que
puedan ser los manuscritos antiguos, las pruebas reales las hallaremos en la
historia, en las enseñanzas y en las tradiciones de las propias personas. Quizá
las posibilidades sean tan obvias que en los últimos tiempos se han pasado por
alto.
En
lugar de especular sobre textos de dos mil años de antigüedad y sobre aquello a
lo que puedan estar haciendo referencia las traducciones, en presencia de los
pueblos indígenas que viven la sabiduría perdida, pudimos ser testigos de sus
prácticas en la actualidad. Durante el tiempo que estuvimos juntos, pudimos
perfilar nuestras preguntas y comprobar nuestras respuestas con una claridad
que hasta ahora no había sido posible en las traducciones de las paredes de los
templos y de los arrugados manuscritos. Además aumentó nuestro respeto por los
guardianes de nuestra sabiduría perdida, adquirimos una nueva comprensión de su
cultura y de sus vidas.
La
clave de esta sabiduría está en encontrar documentos bastante precisos que
hayan sido conservados durante mucho tiempo por algún pueblo y estén
prácticamente intactos y sin alterar. Si había un lugar así, si todavía existe
hoy en día, el Tíbet me pareció un buen sitio para empezar. Aislado como ha
estado del resto del mundo hasta 1980, muchas de las enseñanzas y archivos se
han conservado precisamente en el mismo lugar donde se colocaron hace siglos.
Escondida en el «techo del mundo», en monasterios y conventos construidos hace
1.500 años, la sabiduría del linaje de los esenios debería estar a la vista,
conservada en los rituales y en la vida y costumbres de las gentes del lugar.
Allí estábamos en su búsqueda, arrastrando los pies a través de uno de los
oscuros pasillos de uno de esos monasterios.
Aunque
nos habíamos aclimatado durante más de catorce días, el rápido movimiento de
mis ojos de un lado a otro todavía me producía un efecto de mareo. Hice un
esfuerzo por inhalar profundamente en cuanto me di cuenta de que mi respiración
se había vuelto superficial y rápida. Sin dar tiempo a mis ojos a que se
adaptaran, di un paso hacia delante con cuidado hacia una tenue luz cerca del
final del pasillo cargado de humo. A mi lado había unas inmensas figuras que
parecían acecharnos, y la luz de mi linterna creaba un tenue camino hacia la
apertura. Sin detenerme, primero giré hacia un lado y luego hacia el otro, para
iluminar las formas humanas esculpidas en proporciones gigantescas. El brillo
de mi linterna descubrió grandes pinturas detrás de cada figura, murales que se
perdían en la oscuridad hacia un techo que sólo podía adivinar que estaba allí.
De
pronto mi atención se apartó de las siniestras figuras para centrarse en un
apagado y familiar sonido que venía de lejos. Como un zumbido grave de muchos
sonidos relacionados, las notas se fundían en un tono continuo. Parecía que
venía de todas partes a la vez. Proseguí pisando con cuidado el terroso suelo,
resbaladizo por los seiscientos años de derramarse el aceite sobre él. Los
monjes que se apresuraban por este corredor con sus urnas de manteca de yak lo
habían convertido en un camino peligroso. Era el único acceso a la estancia más
sagrada del monasterio. Cuando crucé un umbral de madera con relieves, el
sonido fue aumentando de intensidad. Al pisar el frío suelo, tuve que volver a
dejar que mis ojos se adaptaran.
Las
tres paredes de esta diminuta cámara me rodeaban con el parpadeo de pequeñas
llamas. Cientos de velas de manteca de yak en deslustradas lámparas de latón
iluminaban la habitación con un resplandor casi surrealista. Aunque cada
lámpara era pequeña, el calor que producían todas ellas en conjunto hacía que
la habitación resultara considerablemente cálida. Un joven monje se sentó
delante de mí, marcando rítmicamente un sonido en un estado como de trance,
mientras cantaba un canto del libro de oraciones que tenía delante. La voz de
Xjinla, nuestro traductor, me susurró al oído (En tibetano, el sufijo -la se
añade al final de un nombre como señal de respeto. De ahí que el nombre de
«Xjin» se convierta en «Xjinla».)
-Esta
es la sala de los protectores -dijo Xjinla. Y adelantándose a mi pregunta,
antes de que se la formulara, prosiguió-: Los protectores son las deidades que
invocamos para alejar a las fuerzas de la oscuridad que puede que intenten
adentrarse en la siguiente habitación.
*
Se han cambiado los nombres de nuestros guías y traductores para respetar su
intimidad.
Siguiendo
las normas del monasterio, respetuosamente pasamos por la izquierda, dejamos
atrás al monje y nos dirigimos a la puerta de la siguiente estancia. Yo fui el
segundo en entrar, después de nuestro guía. De poco más del tamaño de un
pequeño cubo, el espacio parecía estar aún más reducido por una viga de
refuerzo que se encontraba justo en el medio.
Allí,
al pálido reflejo de aproximadamente media docena de velas, estaba la razón de
haber recorrido medio mundo, viajado por dos continentes, cruzado diez husos
horarios y habernos adaptado a uno de los aires más rarificados de la Tierra.
Sentado con sus piernas hábilmente colocadas sobre gruesos cojines de lana
debajo de sus hábitos estaba el abad del monasterio, el anciano guía espiritual
de esta secta de monjes. Me sentí muy honrado de tener la oportunidad de estar
unos pocos y valiosos momentos en presencia de este hombre. Para mi sorpresa,
esos primeros momentos serían el inicio de una audiencia que duraría casi una
hora.
Las
formalidades fueron lo primero. Todos llevábamos un chal de color blanco para
ofrecérselo en señal de respeto. Nos habían dado instrucciones para doblar
cuidadosamente el chal, que se llama bata, llevárselo al abad y entregárselo.
Tras recibir su presente, el abad o acepta el chal como regalo o te lo devuelve
bendecido. Si los guarda, recuerdo haberme preguntado: ¿qué hará este hombre
con veinticuatro chales en su diminuta habitación?
Xjinla
fue el primero en ofrecer su bata, y con ello nos enseñó cómo hacerlo: se
arrodilló al nivel del hombre de aspecto frágil sentado sobre cojines.
Inclinando su cabeza, este tibetano presentó su chal en señal de respeto con
las manos abiertas y mirando hacia arriba. El abad lo aceptó, se lo puso y se
lo volvió a sacar bendiciéndolo, para después devolvérselo a Xjinla
colocándoselo alrededor del cuello mientras este todavía estaba inclinado ante él.
Yo fui el siguiente.
Al
acercarme, al abad, de pronto sentí una extraordinaria sensación de eternidad,
ese sentimiento que tiene lugar en un momento en que el mundo parece ir a
cámara lenta. Muy lentamente, me incliné con respeto, presenté mi bata y esperé
a que el abad me lo devolviera. Parecía que habían pasado muchos segundos, con
seguridad más de los que debería haber durado el ritual. En un acto de
curiosidad, levanté la cabeza justo en el momento en que el abad se inclinaba
hacia mí. Levantó los brazos para colocarme el chal alrededor del cuello,
sostuvo gentilmente mi cabeza entre sus manos y tocó su frente con la mía.
Al
momento sentí una afinidad con este hombre a quien había visto por primera vez
hacía tan sólo unos minutos. La afinidad de pronto se convirtió en confianza:
levanté la vista y me atreví a mirarle directamente a los ojos. Lo que sé es
que esos segundos fueron eternos. Consciente de que había violado la costumbre
de mantener la cabeza inclinada durante la ceremonia de ofrecimiento, no estaba
seguro de cómo iba a ser recibida mi mirada. La incomodidad fue muy breve. El
abad demostró su dominio substituyendo la inseguridad del momento con gracia y
soltura. Con su gesto de apertura, supe que mi tiempo para la ceremonia había
terminado. También supe que algo se había abierto, una oportunidad para
explorar los recuerdos de este hombre y la experiencia de sus enseñanzas. Era
el turno de la siguiente persona.
EL
SECRETO DE LA ORACIÓN
Tras
veinte bendiciones similares, el abad se recostó en silencio sobre su asiento,
cerró los ojos y se concentró en nuestro encuentro. Este era el momento que
todos esperábamos. Había solicitado una audiencia con este hombre santo con el
fin de conectar con su antiguo linaje de sabiduría. Si realmente los esenios habían
emigrado al Tíbet después de la muerte de Cristo, en los rituales tibetanos
actuales se podrían reconocer elementos de la tradición esenia.
Bajo
la guía de Xjinla, le hice las preguntas por las que había recorrido medio
mundo.
-Xjinla,
por favor, pregúntale al abad sobre las oraciones que hemos escuchado en los
monasterios -comencé-. ¿Nos podría describir qué entraña la oración y cómo se
consigue?
-Xjinla
me miró, como esperando el resto de la pregunta. -¿Algo más? -preguntó-. Quizás
es que no entiendo la pregunta.
Hay
muchas palabras en tibetano que no tienen una correspondencia directa en
inglés. Para comunicar conceptos, suele ser necesario crear una frase u oración
breve en inglés para hacer una descripción equivalente en tibetano. Me di
cuenta de que ese era uno de esos momentos. Reorganicé mis pensamientos y volví
a formular la pregunta en el inglés más sencillo que pude sin cambiar el
sentido de mi pregunta:
-Concretamente,
cuando vemos los cantos, los tonos, los mudras y los mantras desde fuera
-pregunté-, ¿qué le está sucediendo interiormente a la persona que está orando?
Xjinla
se dirigió al abad, que esperaba pacientemente mi pregunta, y comenzó el
proceso. A veces, el abad cerraba sus ojos durante varios minutos como
respuesta a una frase pronunciada por Xjinla. En otras ocasiones, murmuraba una
breve respuesta acompañada por un gesto o un suspiro. Xjinla hacía todo lo
posible por convertir la explicación del abad de una experiencia sutil en su
equivalente en inglés antes de compartir la traducción. Al escuchar nuestra
pregunta corregida, el abad me miró dibujando una leve sonrisa en su cara. Hay
sonidos que no necesitan traducción.
-¡Aaaah!
-exclamó en un tono pensativo.
Por
su tono de voz supe que nuestra pregunta había dado directamente en el clavo de
lo que se estaba practicando en su monasterio y en otros en los que habíamos
estado durante el viaje. Su incipiente sonrisa se convirtió en una sonrisa
abierta mientras apretaba los labios y emitía un sonido diferente.
-¡Uuuum!
-Observé cómo sus ojos se enrollaban hacia el techo que estaba oscurecido por
el hollín de las innumerables lamparillas que habían ardido durante cientos de
años. Fijó su mirada en un lugar invisible por encima de él. Utilizando el
lugar en el techo como punto de enfoque, el abad buscó las palabras para
reconocer la esencia de mi pregunta. Recuerdo haber pensado que mi pregunta era
como pedirle a alguien que describiera el sentido de la vida en veinticinco
palabras o menos. Este hombre, que no sabía nada sobre mi educación, evolución
espiritual, tendencia religiosa o intenciones, intentaba hallar una forma de
hacer honor a mi pregunta. Estaba buscando por dónde empezar.
«Ahora
empezamos a entendemos», pensé para mis adentros. «¿Qué puedo hacer para
facilitarle al abad mi pregunta?»
Recordé
las traducciones de los manuscritos esenios del mar Muerto y pensé en el
lenguaje que se utilizaba hace dos mil quinientos años para describir la
tecnología perdida de la oración. Los textos se centraban en los elementos de
la oración: pensamiento, sentimiento y cuerpo. Lo último que pretendía hacer
era sugerirle una respuesta al abad. Volví a formular mi pregunta con cuidado.
-Xjinla
-pregunté, interrumpiendo por un momento el Curso del pensamiento del abad-, lo
que me interesa es cómo se crea la oración. Cuando vemos las expresiones
externas de los oradores en las salas de canto, ¿cuál es el resultado? ¿Adónde
les llevan las oraciones?
El
abad miró, ansioso por escuchar la traducción de Xjinla de mi reformulada
pregunta. Eso fue lo que hizo Xjinla con rapidez y con una frase notablemente
corta. Yo sabía que nuestra insistencia nos estaba llevando a alguna parte. Sin
tan siquiera detenerse a pensar, el abad exclamó una sola palabra. Entonces la
repitió, seguida de un estallido de sonidos tibetanos muy distintos de las
frases que había estudiado en los libros de texto. Enseguida desistí de mis
intentos de entenderle directamente.
Mientras
observaba al abad y fijaba en él mi mirada, mi atención se centró en Xjinla.
Casi podía ver el proceso en su mente. En lugar de traducir todas las palabras
del abad al inglés, escuchaba el tema de la idea que estaba comunicando y luego
transmitía los puntos más importantes.
-¡Sentimiento!
-dijo Xjinla-. El abad dice que el objeto de cada oración es alcanzar un
sentimiento. -El abad asentía con la cabeza como si comprendiera la traducción
de Xjinla-. Los movimientos exteriores que ves son un despliegue de movimientos
y sonidos que nos ayudan a conseguir ese sentimiento -prosiguió Xjinla-.
Nuestros antepasados los han utilizado durante siglos.
Ahora
la sonrisa iluminaba mi rostro. Aunque ya imaginaba que la nebulosa fuerza del
«sentimiento» era el factor de las oraciones tibetanas, por primera vez se
confirmaba mi sospecha. El abad nos decía que el sentimiento era algo más que
un factor en la oración. Hizo hincapié en que el sentimiento era el
centro de cada oración.
Al
momento, mi mente se trasladó a los textos esenios. En el lenguaje de sus
tiempos, esos antiguos escritos describen brillantemente una experiencia que
hoy en día consideramos como una forma de oración. Al igual que las enseñanzas
de los esenios hacían referencia a las fuerzas creativas de nuestro mundo como
ángeles, al lenguaje que empleaban para hablar con los ángeles lo llamaban
«comunión». Hoy en día a ese mismo lenguaje lo llamamos «oración». Los textos
perdidos de los esenios nos recuerdan que a través de nuestra comunión con los
elementos de este mundo, se nos abre la puerta a los grandes misterios de la
vida.
«Sólo
a través de la comunión con los ángeles del Padre Celestial aprenderemos a ver
lo invisible, a escuchar lo inaudible y a expresar lo inefable.»
El
silencio envolvió la pequeña habitación, mientras reflexionábamos en las
palabras del abad. Una monja o un monje, necesitaría años de formación, de
erudición y experiencia directa antes de que se le permitiera tener semejante
conversación. El abad parecía algo sorprendido con las preguntas que le
hacíamos. Como si hubiera leído mis pensamientos, Xjinla habló antes de que
formulara mi siguiente frase.
-Tus
preguntas son muy distintas de las de otros visitantes que han llegado a este
monasterio -dijo.
-¿De
verdad? -respondí, un tanto sorprendido-. Si otros se han tomado la molestia de
viajar desde Occidente a Lhasa, aclimatarse a estar a más de 3.000 metros sobre
el nivel del mar durante una semana más o menos, respirar interminables nubes
de polvo por senderos de montaña esculpidos al borde del abismo para encontrar
este monasterio a 4.500 metros de altitud en el Himalaya, ¿qué otras preguntas
se pueden hacer?
Xjinla
se rió ante la intensidad de mi pregunta. El sonido de su voz rompió el
silencio, a la vez que su risa hacía eco en las paredes y reverberaba por las
numerosas capillas que se encontraban en el pasillo contiguo a nuestra estancia.
-Normalmente
las preguntas que nos hacen son respecto a la antigüedad del monasterio, lo que
comen los monjes o la edad del abad.
Ambos
nos reímos y miramos al abad, calculando automáticamente su edad en nuestra
mente. Yo pensé: «Este hombre no tiene edad. Simplemente es». Volví a mirar a
Xjinla. Tras nuestro último intercambio de palabras, el abad había permanecido
en su posición, sentado con las piernas recogidas debajo de su pesado hábito.
El aire de la habitación era frío, aunque yo tenía calor por el entusiasmo que
me provocaba nuestra conversación.
Miré
el termómetro miniatura que colgaba del cierre de la cremallera de la mochila
de mi esposa. Marcaba 55 grados Fahrenheit (13 °C). Me preguntaba si era
correcto.
Un
asistente aprovechó la oportunidad del silencio para volver a encender los
conos de incienso que disimulaban el olor picante de la manteca de yak
requemada que ardía en las lámparas y los platos. Me metí la mano por debajo de
la chaqueta y toqué las tres capas de ropa que llevaba desde que había salido
del autocar. Me quedé sorprendido. ¡Mis camisetas estaban empapadas!
Cada
día en el Tíbet es como un verano y un invierno: verano durante las horas
solares, e invierno a la sombra, por la noche y dentro de los monasterios. Miré
detrás de mí justo a tiempo para ver cómo una ráfaga de viento soplaba por el
pasillo apenas iluminado, formando montoncitos de paja y de polvo en los
rincones.
Me
llevé la mano a los ojos para secarme el sudor mientras le planteaba a Xjinla
la siguiente pregunta. Empecé a explicarle la razón por la que habíamos ido al
monasterio y le habíamos hecho esa pregunta. Mirando directamente al abad
concluí con una sola pregunta.
-Si
hubiera un mensaje que quisiera compartir con las personas de este planeta
-empecé-, ¿qué es lo que le gustaría al abad que transmitiéramos del Tíbet en
su nombre?
Incluso
antes de que Xjinla hubiera terminado de traducir, el abad empezó a hablar
desde su apretada posición al fondo de nuestro mal iluminado santuario. Sentía
la intensidad de Xjinla, quien a veces rayaba en la frustración cuando buscaba
palabras en inglés para transmitir lo que ese hombre sin edad intentaba decir.
En varias ocasiones tuve que pedirle que repitiera o que aclarara las palabras.
Con
frecuencia, yo recomponía la traducción con mis propias palabras, siempre
dejándome ayudar por la experiencia de Xjinla para evitar cualquier error. Sus
ojos puestos en mí revelaban lo que estaba pasando en su interior. Sentí que
Xjinla era muy consciente de su responsabilidad de comunicar las palabras del
abad con exactitud. Los tres juntos trabajamos para asegurarnos de lo que el
abad estaba intentando transmitir.
-Cada
vez que rezamos individualmente -dijo el abad-, hemos de sentir nuestra
oración. Cuando oramos, sentimos en nombre de todos los seres, de todas partes.
-Xjinla hizo una pausa mientras el abad proseguía con su respuesta-. Todos
estamos conectados -dijo-. Todos somos expresiones de una misma vida. No
importa dónde estemos, nuestras oraciones serán oídas por todos. Todos formamos
una misma unidad.
En
lugar de responder directamente a mi pregunta, sentí que el abad estaba
preparando el camino, sentando las bases para su respuesta. Al asentir con la
cabeza, mi lenguaje corporal transmitía lo que mis conocimientos de tibetano no
podían: le había escuchado, le había comprendido, y estaba preparado para el
resto de la respuesta. Respecto a qué mensaje podíamos llevar con nosotros al
mundo exterior, el abad respondió apasionadamente. Aunque sus palabras eran
transmitidas por Xjinla, su tono y el lenguaje de su cuerpo eran muy claros.
Las
manos del abad moviéndose hacia nosotros con el gesto de las palmas hacia
arriba a la altura de su corazón, tenían su propio idioma. Me miró
directamente, mientras yo escuchaba a Xjinla con atención.
-La
paz es de suma importancia en nuestro mundo actual -prosiguió—. Cuando no hay
paz, perdemos todo lo que hemos ganado. Con la paz, todo es posible: el amor,
la compasión y el perdón. La paz es la fuente de todas las cosas. Yo les
pediría a todas las personas del mundo que encuentren la paz en su interior,
para que esta paz se proyecte en el mundo.
Cada
palabra suya se convertía en una fuente de asombro en mi intelecto, así como en
una fuente de júbilo en mi alma. ¡Las respuestas que compartió el abad eran los
mismos conceptos, en algunos casos casi las mismas palabras, que se hallaban en
los textos esenios del mar Muerto escritos hace más de 2.500 años! En el
Evangelio esenio de la paz, por ejemplo, los esenios empiezan un largo discurso
sobre la paz con un elocuente y único pasaje. La enseñanza comienza simplemente
con la frase:
«La
paz es la clave de todo conocimiento, de todo misterio, de toda vida».
A
todos los miembros del grupo les quedó claro lo importante que era para el abad
ser escuchado y comprendido. Su paciencia con nuestras preguntas directas y a
veces redundantes fue considerable. Durante casi una hora permaneció sentado en
la postura del loto, sobre el pequeño promontorio de finos cojines marrones que
le aislaban del frío suelo de piedra del antiguo monasterio. Al final, el
rápido bombardeo de preguntas dio paso, una vez más, al silencio de la
reflexión sobre nuestra interacción. Para todos los presentes, nuestra reunión
había sido intensa y auténtica.
Nuestra
audiencia con este hombre santo, que había dedicado toda su vida a alcanzar la
sabiduría en un antiguo monasterio en las montañas del Himalaya, se convirtió
en una invitación para hacer compatible esa experiencia en nuestras vidas. Este
hombre nos había recibido con amabilidad en su diminuto aposento privado, y su
paciencia con nuestras preguntas realmente me emocionó. De nuevo el silencio
invadió la habitación. Los ojos del abad se habían cerrado. Esta vez, sin
embargo, su barbilla se inclinó hacia su pecho mientras colocaba las manos en
una posición de oración, con las palmas y las yemas de los dedos unidas en
dirección hacia el techo. Manteniendo esta posición de las manos se tocó
suavemente la frente con los pulgares. Esta es la última imagen que recuerdo
del abad.
Parecía
fatigado, quizá por haber tenido que atender a estos veintidós occidentales que
se habían presentado en su monasterio sin avisar. Como si nos hubieran dado una
señal silenciosa, supimos que nuestro tiempo con el abad había concluido. Casi
al unísono, empezamos a deshacer nuestras complicadas posturas que habían
permitido que todos los que estábamos en la habitación pudiéramos ver a ese
hermoso descendiente de tan antiguo linaje Uno a uno nos fuimos levantando en
silencio, nos estiramos y, tras expresar nuestro respetuoso narraste, salimos
en fila hacia el oscuro corredor.
LA
SALA DE LA SABIDURÍA
Mientras
volvíamos por el mismo camino que nos había conducido a los aposentos del abad,
de nuevo oímos el sonido de un zumbido grave y casi imperceptible en la
lejanía. Era el ahora ya familiar sonido de muchos monjes que estaban en una
habitación resonante, que entonaban el monótono canto utilizado en la oración
tibetana. Cada persona percibe el sonido de modo diferente. Para mí, el tono se
encuentra en el umbral de escuchar con mis oídos y de sentir el sonido en mi
cuerpo. Parece vibrar desde algún lugar en el centro de mi pecho. Una vez que
se ha oído ese sonido, es inconfundible. En este momento, se oye muy lejos.
La
luz del sol iluminaba el final del pasillo a medida que nos acercábamos a una
estrecha escalera de mano con peldaños de madera. No había barandilla, e
inmediatamente adoptamos la posición que nos había funcionado en ocasiones
similares en otros monasterios. Sujetamos bien nuestras mochilas, cámaras,
botellas de agua y otros enseres a la espalda, para quedarnos con las manos
libres y poder bajar de espaldas por los rústicos peldaños de madera. Los
escalones estaban tan inclinados que pocos se atrevían a mirar hacia el suelo
bajando de frente.
Con
estas maniobras, a veces se pierde el sentido del ridículo. Al viajar en un
grupo tan reducido en condiciones tan precarias todos los días, el sentido del
ridículo había desaparecido con nuestra nueva amistad y se había convertido en
confianza dentro de nuestra familia virtual. Los que ya habían llegado al suelo
estiraban la mano para indicar al que todavía estaba en la escalera un lugar
seguro donde colocar el pie, con frecuencia sosteniendo cualquier parte del cuerpo
que hubiera llegado antes. Uno a uno fuimos descendiendo ayudándonos mutuamente
hasta alcanzar el suelo de barro endurecido.
Un
joven monje, de quizás unos catorce años, nos estaba esperando en una pequeña
antecámara situada detrás de la escalera. Cuando el último del grupo llegó al
suelo y se recompuso, nos dirigimos al monje con el tradicional saludo de t'ashedelay.
El monje nos sorprendió con unas pocas frases de inglés entrecortado. Estaba
muy interesado en la audiencia que acabábamos de tener con el abad. Por lo
visto nuestra visita no era muy corriente, e incluso era difícil para los
monjes que vivían allí tener la gracia de semejante oportunidad.
A
todo esto, Xjinla, que nos había seguido por la escalera, Se hizo cargo de la
conversación. Tras unas cuantas formalidades, le pregunté si en ese monasterio
había alguna biblioteca antigua. Sabía que entre los muchos regalos que los
tibetanos habían guardado a salvo en nuestro mundo, se incluía el de ser
meticulosos archivadores. Lo más hermoso es que parecen registrar las cosas sin
juzgarlas. Quizá sea su capacidad para vivir la compasión en todo lo que hacen
lo que les permite esa imparcialidad al archivar las cosas del mundo que les
rodea. Al no juzgar los hechos que han experimentado como «buenos» o «malos»,
simplemente registran lo que han presenciado. Sospechaba que mediante sus
documentos de acontecimientos significativos en sus vidas, quizá habría algo
escrito sobre la sabiduría que el abad acababa de compartir. Estaba
particularmente interesado en el sistema de oración basado en el sentimiento.
Nos
condujeron por una serie de pasillos hasta una habitación oscura que se
encontraba detrás de la miríada de altares. Estatuas monumentales de Buda en
sus múltiples aspectos flanqueaban los corredores y continuaban hasta otra
«sala de protectores». Allí apenas podíamos ver las figuras de inmensas
proporciones que se encontraban en las paredes, que resplandecían con los
residuos de las lámparas de manteca. Como sabía que este monasterio tenía más
de mil quinientos años, supuse que el hollín se había acumulado durante al
menos varios cientos de años. En un radio de aproximadamente unos 5,50 metros,
el parpadeante efecto de luz estroboscópica de cada lámpara revelaba una escena
de demonios y fuerzas de la oscuridad. Si se miraba más detenidamente, se podía
observar que en cada una se libraba una batalla contra las fuerzas de la luz,
en antiguas metáforas que reflejaban las pruebas, los éxitos y los fracasos de
la humanidad a lo largo de su vida terrenal.
Nos
inclinamos para atravesar por una abertura que daba a otra habitación poco
iluminada; mis ojos tuvieron que adaptarse a una escena muy distinta. De toda
la belleza y experiencias que habían llenado nuestros días durante las dos
semanas anteriores, lo que presencié en ese momento merecía todo el viaje.
Había libros y más libros, cubiertos por una capa de polvo de varios
milímetros, apilados desde el suelo hasta el techo, quizás unos nueve metros
por encima de mi cabeza, perdidos en oscuros corredores y esparcidos entre los
estantes. Filas y filas de libros. En algunas partes cuidadosamente apilados.
En
otras, puestos al azar unos encima de otros, formando columnas. Muchos de ellos
estaban tan mezclados y desorganizados que era imposible adivinar dónde terminaba
una hilera y empezaba la otra. Al observar mi sorpresa ante el desorden, el
joven monje se dirigió a Xjinla. Salvo por las exclamaciones de sorpresa y
admiración, estas eran las primeras palabras que oíamos desde que habíamos
entrado en la habitación. Supuse que le estaba dando una explicación. Xjinla se
giró y me dijo:
-Los
soldados saquearon esta habitación en busca de joyas y oro.
-¡Los soldados! -exclamé yo-. ¿Quieres decir los soldados de la revolución de 1959? Seguro que han entrado otras personas en esta habitación desde entonces. Han pasado casi cuarenta años.
-¡Los soldados! -exclamé yo-. ¿Quieres decir los soldados de la revolución de 1959? Seguro que han entrado otras personas en esta habitación desde entonces. Han pasado casi cuarenta años.
-Sí
-respondió Xjinla-, los soldados. Otros han entrado en estas habitaciones. No
muchos. Los monjes creen que los soldados trajeron la mala suerte. Sus
espíritus se han quedado aquí, controlados por los protectores.
Mis
ojos empezaron a buscar algún lugar significativo por dónde empezar a
investigar mientras me adentraba en los corredores. Con mi linterna en alto,
hasta donde mi vista podía alcanzar, pude ver cientos de manuscritos, textos impresos
y atados al estilo tradicional tibetano. Los libros estaban protegidos por una
cubierta inferior larga y estrecha de madera o de piel de animal. Estas tapas
rígidas variaban de tamaño, con una media de unos 30 centímetros de largo por 7
a 8 de ancho. Otra cubierta similar protegía la parte superior. Las páginas se
encontraban apiladas entre las dos cubiertas; eran páginas sueltas de tela,
papel o piel de yak. Todo el texto estaba atado para evitar que se cayeran las
páginas. Unas veces los lazos eran muy elaborados, con cintas de seda y lino de
colores brillantes. Otras sencillamente estaban atadas con tiras de cuero.
El
joven monje movió la cabeza en señal de aprobación mientras yo intentaba
alcanzar uno de esos textos. Había elegido un libro que ya estaba desenvuelto,
para ocasionar el menor trastorno posible en la biblioteca. Para mi decepción,
aunque no para sorpresa del monje, las páginas del libro eran tan delicadas que
se arrugaron sólo al tacto. Nuestro joven guía estaba claramente conmovido ante
nuestro entusiasmo por su biblioteca. Según parece, pocos conocían su
existencia, y menos aún eran los que la visitaban. Me dirigí a Xjinla y le
pregunté por el contenido de los libros. ¿Eran sencillamente muchas copias de
un solo texto, quizá de las enseñanzas de Buda? ¿Había algo más?
Para
entonces, nuestro grupo ya se había dispersado. Cada uno estaba explorando un
ala distinta de la estancia, con la sensación de que en las páginas de esos
antiguos libros se encontraba algo único y maravilloso. Sin girarse para mirar
al monje, Xjinla repitió en voz alta mi pregunta. Sin dudar ni un momento, el
joven monje sonrió. Él y Xjinla intercambiaron unas pocas palabras antes de
responder a mi pregunta.
-Todo
-dijo-, el monje dice que en los textos de esta habitación está todo
registrado.
Me
detuve para ver a Xjinla sosteniendo mi linterna de modo que pudiéramos vernos
las caras para hablar.
-¿Qué
quiere decir con «todo»? -le pregunté-. ¿Qué incluye ese «todo»?
Xjinla
comenzó:
-En
las páginas de estos textos están las enseñanzas y experiencias que han tenido
los tibetanos durante siglos. Que nosotros recordemos, la sabiduría de los
grandes místicos ha encontrado aquí su lugar a fin de ser preservada para las
generaciones futuras. Todo está registrado aquí en los libros que nos rodean
hasta donde alcanza nuestra vista.
Sabía
que los monasterios constituían un grupo de escuelas bastante heterogéneo.
Diseñados para conservar las tradiciones secretas, cada uno de ellos se
especializaba en una forma concreta de sabiduría. Nuestro viaje ya nos había
llevado a los monasterios que se centraban en las tradiciones de combate y
artes marciales, por ejemplo. Otros monasterios preservaban la sabiduría de la
telepatía y de los estudios de psiquismo, del razonamiento o las artes de
sanar.
Esta
escuela, en concreto, se encargaba de preservar el conocimiento. Sin prejuicios
ni juicios, la información sencillamente era registrada y almacenada sobre las
frágiles páginas de innumerables libros, como los que teníamos ante nuestros
ojos.
«Esta
es la razón por la que hemos venido», pensé para mí. Aquí hemos visto
tradiciones de oración y tenemos la oportunidad de documentarlas mediante los
textos escritos por quienes llevan practicándolas desde hace casi dos mil años.
¡Este momento justifica todo nuestro viaje, y estoy seguro que todavía queda
más!
En
sus textos, los esenios se habían referido a un modo de oración del que no dan
razón los investigadores sobre la oración actuales. Aquí, en un frío monasterio
situado en las remotas montañas del oeste del Tíbet, había sido testigo de esta
oración y me habían enseñado las fuentes que documentaban su historia y origen.
A
medida que continuaban las traducciones ese día, se me confirmó la sensación de
que los tibetanos proseguían, al menos en parte, un linaje de sabiduría cuyos
elementos eran anteriores a la historia. ¿Cómo podría compartir esta antigua y
a la vez sofisticada tecnología con otras personas?
Toda
materia se origina y existe sólo en virtud de una fuerza que hace vibrar las
partículas de un átomo y mantiene unido al más diminuto de los sistemas
solares, el átomo... Tras esta fuerza hemos de suponer la existencia de una
mente consciente e inteligente. Esta mente es la matriz de toda materia.
MAX
PLANCK
Continuará...
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